De noche Yací, la luna,
alumbra desde el cielo misionero las copas de los árboles y platea el agua de
las cataratas. Eso es todo lo que conocía de la selva: los enormes torrentes y
el colchón verde e ininterrumpido del follaje, que casi no deja pasar la luz.
Muy de trecho en trecho, podía colarse en algún claro para espiar las orquídeas
dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero Yací es curiosa y quiso
ver por sí misma las maravillas de las que le hablaron el sol y las nubes: el
tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos brillantes de
los tucanes.
Pero un día bajó a la tierra
acompañado de Araí, la nube, y juntas, convertidas en muchachas, se pusieron a
recorrer la selva. Era el mediodía y, el rumor de la selva las invadió, por eso
era imposible que escucharan los pasos sigilosos del yaguareté que se acercaba,
agazapado, listo para sorprenderlas, dispuesto a atacar. Pero en ese mismo
instante una flecha disparada por un viejo cazador guaraní que venía siguiendo
al tigre fue a clavarse en el costado del animal. La bestia rugió furiosa y se
volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba. Enfurecida, saltó sobre él
abriendo su boca y sangrando por la herida pero, ante las muchachas
paralizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.
En medio de la agonía del
yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres que escapaban, pero
cuando finalmente el animal se quedó quieto no vio más que los árboles y más
allá la oscuridad de la espesura.
Esa noche, acostado en su
hamaca, el viejo tuvo un sueño extraordinario. Volvía a ver al yaguareté
agazapado, volvía a verse a sí mismo tensando el arco, volvía a ver el pequeño
claro y en él a dos mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Ellas
parecían estar esperándolo y cuando estuvo a su lado Yací lo llamo por su
nombre y le dijo:
- Yo soy Yací y ella es mi
amiga Araí. Queremos darte las gracias por salvar nuestras vidas. Fuiste muy
valiente, por eso voy a entregarte un premio y un secreto. Mañana, cuando
despiertes, vas a encontrar ante tu puerta una planta nueva: llamada caá. Con
sus hojas, tostadas y molidas, se prepara una infusión que acerca los corazones
y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus
hijos...
Al día siguiente, al salir
de la gran casa común que alberga a las familias guaraníes, lo primero que
vieron el viejo y los demás miembros de su tevy fue una planta nueva de hojas
brillantes y ovaladas que se erguía aquí y allá. El cazador siguió las
instrucciones de Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las
colocó dentro de una calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó
la nueva bebida. El recipiente fue pasando de mano en mano: había nacido el
mate.
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